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«Vino, se lo llevó y lo trajo ido», la dimensión telúrica y conmovedora de la actriz Daifra Blanco
Por: Julio C. Alcubilla B./Récord Report Internacional en THP/ Artes Escénicas
Daifra Blanco en la construcción de su telúrica y orgánica representación, subraya con acento el trabajo del monologuista y me asomo a pensar, que revisa el legado del dramaturgo y director español Jorge Eines, el cual exponía que el acontecer de lo escénico debe legitimarse, poner reglas, conjeturar acerca de si es factible dejarlo escrito, lo que debe hacerse y lo que no debe hacerse.
Daifra Blanco en esta propuesta escénica, le obsequia al espectador, el poder de la palabra sencilla con tilde poético, la palabra como trascendencia definitiva del testimonio, consagrando así la hermenéutica. Propiciando a su vez para el espectador, colocar las letras del cuento de Claudio Castillo, el cual decidió dramatizar, en un proceso de renovación constante, que lleva más de 20 años. En ese altar de la literatura dramática que se convierte en un hecho teatral, en el que los signos verbales se apoderan de buena parte del todo.
La actriz nos sumerge con su carga cruda y emotiva al poder por igual de los metonímicos en la historia que representa. Dejándonos claro como la parte del todo denomina y enuncia la tarea de la actriz. Evidenciando en su signo escénico en el que el trabajo de actuar o representar, parece remitirse una y otra vez al descubrimiento del tesoro oculto debajo de la primera apariencia de las palabras y los gestos.
Proponiendo a través de sus signos y concepción de la teatralidad, esa lectura en la cual se evidencia la yuxtaposición a los objetos escénicos, que como elementos semióticos muy simples, son capaces de develar a la luz el inmenso secreto de una escena envolvente.
El trabajo de esta actriz, no separa al teatro del cuerpo y gesto, al teatro de la palabra. Porque cuerpo y palabra forman una unidad indivisible. Surgiendo además la aparición de una poética como consecuencia de descubrir la verdad, en esa suerte de develación telúrica. Que sin recortes, nos lascera como espectadores.
Descubriendo así una realidad, en el que el hambre, la miseria, el amor y la grandeza del ser, lidera en la vida de esta intérprete y su personaje. Evidenciando que en la escena, cuando la palabra es cuerpo, no sustituye ni yuxtapone, porque la palabra se reconstruye a partir de lo orgánico de su entrega o representación.
Daifra Blanco produce una sintaxis en la escena, basada en su cuerpo, gesto y palabras en la compañía de un talento embriagador. El cual podría ser exponente fiel de lo expuesto por Marcel Duchamp, en las consecuencias de calcar saberes de la vida y el arte en una síntesis espiritual.
En su fuerza poética, el espacio escénico queda configurado. Remando a favor de una corriente que no existe, pero que como olas de representación escénica, nos baña. Obligando con su potencia y conmoción, a que el espectador igualmente reme, intentando identificar que el cuerpo y no la mente, lea la escena.
En definitiva, enfrentándonos a un desarrollo unificado entre vivencia y expresión, que nos posiciona con seguridad en la comprensión de la necesidad de contaminarnos con la escena, sumergirnos en su estructura, en su intención, mientras logramos asimilar con dolor el eje técnico la acción.
Todo ello además nos va acercando a diferentes niveles de complejidad de su hecho de representación teatral, en el que su estilo roza el naturalismo y realismo, un desarrollo unificado entre vivencia y expresión. Que posiciona con seguridad al espectador, en la comprensión de identificar su estructura, sus niveles de complejidad. Evidenciando cómo los espacios se abren porque el cuerpo empuja.
Daifra Blanco nos recuerda en este montaje, por igual, al maestro Yoshi Oida del teatro clásico japonés, pues como intérprete, asume los movimientos de esta obra, como si de una pieza de danza se tratara. Cada paso, cada gesto, cada entonación, está determinado por la tradición trasmitida de esta actriz, en esas formas verbales y físicas, que se denominan kata.
Por otro lado, su visión o tránsito en el espacio y tiempo escénico, busca lo desconocido, a través de los silencios del personaje, entrando así en un desafío de la imaginación. Metabolizando el pasado y futuro desde este presente. Logrando que la trascendencia de lo espiritual, repose en el decir y hacer, creando múltiples relaciones que rehacen los marcos de construcción de vínculos cotidianos, expuestos ante el espectador, con densidad y crudeza.
La necesidad que cada elemento adquiere con relación a los demás surge de lo que el proceso promueve. En la que se nos presenta a la vez un vínculo madre-hijo que nos abastece de razones suficientes para justificar cualquier acto, cuyo valor en el universo poético no es posible dudar.
La potencia indiscriminada de esta actriz, hace de la poesía sin filones académicos, un instrumento de captación de sí misma para catapultar la realidad. Elevando a través de su ética y estética, en un mismo tiempo y lugar, la confrontación con un drama tan terrible y desgarrador, que nos convierte por momentos en prisioneros, en un universo del arte escénico, sólido y comprometido.
Creando una realidad que no necesariamente imita a la vida pero que sí considera a la actriz como una creadora continua. Con libertad de crear en la escena, en la búsqueda de un origen donde se ha sembrado lo esencial del territorio representativo.
Un trabajo tan orgánico, que nos permite constatar, cómo es capaz de traer el pasado hasta el presente, mientras reafirma ese lugar del origen donde la imaginación le ha ganado la pelea a la memoria. El conflicto entre lo aprendido incluso sin ser consciente, en la visión de una mujer del campo, que a través del texto piel a piel, del hambre y de las circunstancias, en la que quema el texto como quema la escena.
"La amargura de los padres es que no podemos soñar"
Fuente: Julio C. Alcubilla B./Récord Report Internacional en THP/
Artes Escénicas