Las ilusiones de la «identidad» (Parte II de III)
El fariseo oraba así: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres». Evangelio de Lucas 18,10
La etnia como seudoidentidad (bio)cultural (viene de Las ilusiones de la "identidad" – Parte I de III).
En los últimos veinticinco años, los humanos ya no nos clasificamos en razas sino conforme a una referencia algo menos burda, cuya idea estelar viene siendo la «identidad». En el mercado teórico de las ciencias sociales se advierte una creciente oferta para que todo el mundo adquiera su «identidad étnica», «identidad cultural», «identidad nacional», a veces hecha a la medida. Filones para la investigación y la obtención de subvenciones. Causas irredentas para la movilización ideológica, política y social de cualesquiera indígenas. La alquimia etnológica de estos lustros no cesa de destilar elixires de la identidad que, sobre todo, los partidos nacionalistas administran a la credulidad de sus seguidores.
Cada «pueblo» tiende a investirse de una identidad única y privilegiada que lo hace sentirse «pueblo elegido», destinado a la prepotencia, sea porque la ejerce, sea porque desde su postración aspira a ella. Consista en lo que consista, la «identidad» colectiva se concibe, vive y sacraliza como propiedad privada de un pueblo, inalienable y excluyente; su meta sociopolítica reivindica ser una «nación», lo que implicaría el derecho a organizar un estado nacional soberano, si bien predican el dogma de poseer una «identidad nacional» previa a la formación del estado. Con lo cual el efecto preexistiría a la causa, puesto que estrictamente hablando (desde el punto de vista antropológico y jurídico-político) una sociedad se instituye en nación al constituirse en estado nacional.
Como, en realidad, una identidad nacional sin estado está huérfana de fundamento, entonces la racionalización justificativa escarba en un estrato más profundo, a veces histórico, generalmente mítico, en ocasiones con pretensiones antropológicas: Se especula que la identidad nacional tiene su cimiento en una «identidad étnica». Como la gente no sabe muy bien qué es eso de una etnia, y menos aún esa abstracción de la «etnicidad», tales palabrejas ocupan el vacío de concepto y realidad, como alibí de un ser histórico dotado de personalidad propia, preexistente antes de los tiempos modernos y acaso esencia eterna, alma del pueblo, pueblo predestinado.
El mecanismo funciona a veces a escala microsocial. Ocurrió en una localidad de poco más de mil habitantes. En vísperas de las elecciones municipales, una mañana aparecen las calles sembradas con unas octavillas sin firma, en las que se lee: «Los vecinos honrados y pacíficos de [Este Pueblo] estamos hartos de agresiones, chantajes, insultos, difamaciones, mentiras, corrupciones, calumnias, ilegalidades, infundios, amenazas. ¡¡Basta ya!! Volved a [Vuestro Pueblo]». Aunque el panfleto es anónimo, allí todo el mundo sabe de dónde procede: de la candidatura del PP, que había perdido la mayoría en las anteriores elecciones y preveía una nueva derrota frente a la otra candidatura presentada, la del PSOE.
Analicemos. En lugar de un debate abierto, se acude a una denuncia anónima, cuyo autoría se atribuye (falsamente, claro está) a los «vecinos honrados y pacíficos», con lo que el grupúsculo anónimo suplanta el lugar de la mayoría vecinal y usurpa el lugar ético de la honradez y el pacifismo. Se autodenominan «honrados» en el acto mismo por el que practican un anonimato cobarde y una suplantación mendaz; y «pacíficos» en el acto de difamar y agredir simbólicamente a los adversarios políticos. La perversión del lenguaje se usa como arma política, corrompiendo la actitud democrática, que ha de basarse en el diálogo público. La retahíla de pretendidos abusos de los que están «hartos» no es más que una sarta de acusaciones sin base y vacías de contenido para cualquiera que haya seguido durante los cuatro años la política municipal. Es más, en su conjunto lo que califican es más bien lo que están haciendo aquellos que han redactado y difundido el panfleto. Opera ahí un mecanismo proyectivo, que ve en el otro más la propia sombra que la realidad ajena.
El único hecho cierto es el que va implícito en la conminación de la última frase: «Volved a [Vuestro Pueblo]». Y es que el alcalde, que repite como candidato, no es nacido en Este Pueblo (aunque lleva treinta y cinco años viviendo en él), sino que nació en Otro Pueblo, distante unos quince kilómetros. Este solo dato diferencial es instrumentalizado por los sedicentes «vecinos honrados y pacíficos» para inventar una especie de oposición «étnica» (los nacidos en la localidad, sólo ellos verdaderamente vecinos, frente a los no nacidos allí) y para reclamar la «pureza étnica» como condición para ser alcalde del pueblo, sin pararse a pensar, en su ceguera, que más de la mitad de los ciudadanos de la localidad son vecinos nuevos, venidos de fuera durante el último decenio a establecer allí su residencia. ¿Pretenden acaso que la mayoría del pueblo se marche? Seguramente no. Pero hacen juego sucio con una diferencia en sí irrelevante, a fin de obtener beneficio político, si cuela. Queda bien claro el juego de la «identidad» como impostura.
1. El invento de la «etnia»
Entendámonos. Etimológicamente la palabra etnia no significa más que raza o pueblo. El diccionario de la Real Academia Española dice que es una «comunidad humana definida por afinidades raciales, lingüísticas, culturales, etc.». En la antropología, el término «etnia» no fue al principio más que un eufemismo, introducido para sustituir a la palabra «tribu», que designa las sociedades con una organización política que no ha alcanzado la forma de estado, y cuyos principios organizativos se basan fundamentalmente en el parentesco.
La definición de su contenido se ha columpiado desde la reducción a términos de determinismo biológico, a la articulación de unos rasgos biológicos con unos rasgos socioculturales concretos, o, en enfoques más actuales, a una configuración en términos exclusivamente culturales, escorando el sentido de lo cultural hacia lo superestructural y mental. Al principio, el concepto de etnia venía a situarse entre la idea de raza y la de cultura, y se definía como incluyendo a la par una combinación de rasgos biológicos y rasgos culturales:
La etnia (veces confundida con la tribu) califica la mayor unidad tradicional de conciencia de especie, en el punto de encuentro de lo biológico, lo social y lo cultural: comunidad lingüística y religiosa, relativa unidad territorial, tradición mítico-histórica (descendencia bilateral a partir de un antepasado real o imaginario), tipo común de organización del espacio. Sin embargo, puede ocurrir que falten varios de los caracteres enumerados (Akoun 1974: 169-170).
Los posteriores refinamientos llevaron a aplicar el término «etnia» a las naciones europeas actuales, o a alguna de sus minorías socioculturales, y también eliminaron del concepto los componentes biológicos para quedarse sólo con los culturales. En este sentido modernizante, se denomina «etnia» a ciertos grupos diferenciados culturalmente en la sociedad compleja. Pero la cuestión clave está en cuáles son los rasgos diferenciales acreedores de tal denominación. La respuesta conservadora la reserva a grupos que estuvieron bajo la estructura e influencia de otros estados, o para grupos inmigrantes de otras culturas, aunque lleven largo tiempo integrados en la estructura de un estado moderno. La interpretación crítica atiende a la distribución social de la diversidad cultural y a su constante evolución histórica (pero aquí la «etnia» apenas puede acotarse y acaba disolviéndose). En todo caso, depende de la selección de rasgos que serían pertinentes para identificarla. Si vale cualquier conjunto de rasgos compartidos, cabe una teoría según la cual toda clase de agrupación constituiría una «etnia» (un club deportivo, una orden religiosa, una cárcel, un partido político); es la interpretación confusiva.
La tendencia culturalista no ha hecho desaparecer del todo el resabio racial, como puede comprobarse en esta definición de los años noventa:
La etnia es una lectura determinada y colectiva de específicos rasgos físico-culturales y un momento que posibilita la comunicación de un colectivo o agregado social, especialmente en el interior de otro mayor (Azcona 1993: 257).
Tras las precedentes consideraciones, cabe pensar que se ha desvirtuado tanto el significado que la palabra «etnia» se ha vuelto poco útil: pues recubre y embrolla principios de organización política heterogéneos, y porque, una vez suprimida por sus principales teóricos la articulación bio-cultural, no añade nada al concepto de «cultura» o al de «minoría», ya de antiguo consolidados.
Encontramos múltiples maneras de concebir qué es una «etnia» o una «etnicidad». (Recordemos de paso que el término «etnicidad» no es sino un calco del inglés ethnicity, que equivale simplemente a etnia; aunque en español se le da a veces el sentido del conjunto de cualidades que caracterizan una etnia o la hacen ser lo que es, asemejándose entonces a la idea de «identidad étnica».) Distinguiré tres teorías, según que su concepción asigne el lugar privilegiado a la esencialidad, la objetividad, o la subjetividad constitutiva de lo étnico. La cuarta teoría será la que rechaza la cientificidad del concepto de etnia.
2. La teoría esencialista
Interpretan la etnia como una esencia o mediante otros rodeos que vienen a decir lo mismo. La mayor parte de los usos, incluso entre políticos y estudiosos, esencializan la idea de etnia o etnicidad. La sustantivizan como un todo de notas constitutivas fundamentalmente estáticas, permanentes a lo largo del tiempo, como si ellas instituyeran la verdadera temporalidad, al margen de la historia, inmunes ante el devenir. Como si fuera un alma colectiva, como un «espíritu del pueblo» patrimonio natural, exclusivo, eterno, de ese «pueblo». Se presupone que cada grupo étnico es esencialmente único por sus polimorfismos genéticos y culturales, como un pueblo singular con un destino divino, como un «pueblo elegido». La población real puede llegar a alejarse de su genio innato, auténtico y privativo, pero para eso están los caudillos iluminados que clamarán por la recuperación, la apropiación salvífica de la propia esencia. Llaman a la lucha por el poder: la violencia saca de la lámpara al genio, sembrando el terror entre todos los que no se encorseten en la «identidad étnica». Y es que la esencia/identidad colectiva no compatibiliza con la cultura libre ni con la libertad individual.
La diversidad cultural es históricamente evidente. Pero cuando se cierra un conjunto diferencial, afirmando su esencialidad, están escamoteando la historia de su formación y su historicidad con respecto a la historia externa y profana donde pululan todas las demás diferencias. Otras veces, cuando afirman la historicidad de su origen, mitificando alguna hazaña fundacional remota, no deberían olvidar la índole inesencial y transitoria de todo acontecer. La invocación del proceso formativo de una «etnia» se queda en un recurso retórico vacío, en la medida en que se instrumentaliza como refuerzo para un resultado cuya esencialidad pretenden sustraer a la contingencia evolutiva, cosa que sólo cabe fingir engañosamente. Por el contrario, la historia desmitificada de una «identidad» lo que demuestra es la intrínseca historicidad que la constituye, y la apertura de sus logros a ulteriores evoluciones y a la disponibilidad por parte de la especie.
Los que fantasean con la conjetura de una identidad «étnica» (o cultural) siempre idéntica a sí misma, postulan el perfecto equilibrio e inalterabilidad de sus constituyentes que, por ello, deben estar a salvo de interacciones que vendrían a corromper su esencia. La «etnicidad» concebida esencialmente finge ser inerte con respecto a otras etnicidades y con respecto al nivel global de la cultura. La conciben de alguna manera como inmortal, autosuficiente, como si, una vez formado un sistema cultural pudiera mantenerse aislado y sin necesidad de intercambios con el exterior (cuando, de hecho, sólo el flujo de intercambios explica su génesis y es capaz de mantenerlo vivo).
Los muñidores de esencias étnicas, lo mismo que los puritanos de la etnicidad que se proponen salvar el alma del pueblo, no se detienen ante la minucia de los hechos empíricos, a la hora de excogitar sus idealizaciones, a veces delirantes. En el esencialismo no hay diferencia entre un Blas Infante y un Sabino Arana, y no sé si hay algún etnista que escape de él. Los etnólatras llegan al punto de definir la identidad colectiva justo por rasgos que no se poseen; por ejemplo: el factor Rh negativo alude a un grupo sanguíneo que no tiene la mayoría de la población vasca; una parte mayoritaria (55%) de los ciudadanos vascos no tienen ningún apellido vasco, y la lengua éuscara no la hablan la mayoría de ellos. Pero, si ya es imposible delimitar biológicamente a un pueblo homogéneo (al carecer de base científica la idea de raza), pretender definir su «alma» (su supuesta identidad «étnica» exclusiva e inconfundible) no parece ser otra cosa que ir a la caza de fantasmas. Sólo cabe captarla como fantasía, ilusión, mito y metafísica antihistórica. Pues carece de existencia más allá de una apariencia apoyada en un empirismo miope y más acá de lo imaginario, como teatro de guiñol manejado casi siempre por intereses sin identidad públicamente confesable.
3. La teoría objetivista
Los intentos teóricos tal vez más serios han pretendido ligar la etnia al núcleo del sistema social, tratando de definirla en términos de objetividad sociocultural. Así Isidoro Moreno afirma que la etnicidad se halla en un «nivel estructural» fundamental de la sociedad. Rechaza las posiciones esencialistas que la conciben como conjunto cerrado de marcadores culturales; pero también impugna las posiciones que llama «reduccionistas», que consideran la etnicidad como una dimensión de la lucha de clases, sustrayéndole así una entidad propia. Escribe que la etnicidad «existe cuando un colectivo humano posee un conjunto de características en lo económico y/o institucional y/o en lo cultural, que marcan diferencias significativas, tanto objetivas como subjetivas, respecto a otros grupos étnicos» (Moreno 1991: 611). Ese conjunto de características son resultado de un proceso histórico específico, añade. No obstante, permanece en pie el problema de cómo categorizar esa caracterización, cómo establecer la marca de las diferencias que se toman como significativas.
La cuestión es dónde está el límite de, y entre, las «diferencias significativas», puesto que no son autoevidentes: ¿Cuáles y cuántas han de ser las diferencias para tenerlas por significativas? ¿Por qué no fijarlas en un nivel más amplio, o en un nivel más particularizado? (Pues difiere un granadino de un gaditano, un alavés de un bilbaíno, si damos por buenos los estereotipos.) ¿Quién establece, y en virtud de qué criterio, que tal diferencia debe considerarse significativa y constituir un «hecho diferencial» o un «marcador de identidad étnica»? En principio, lo que daría mayor solidez es la pretensión de objetividad, en el sentido de cimentar las diferencias en las infraestructuras y las estructuras sociales. Pero, a la postre podría conducir a concluir, por ejemplo, que incluso una misma sociedad constituye una etnia diferente en una época y en otra, con tal que se hayan producido suficientes cambios económicos e institucionales que marquen diferencias objetivamente significativas (cosa que a veces ha ocurrido en pocos decenios).
Cualquier diferencia es susceptible de cargarse de significación. Y si no hubiera diferencias, siempre cabe inventarlas para significar. La clave está sin duda en analizar el significado que se intenta imponer… Pero ninguna sociedad es jamás homogénea. De lo que se trata es de saber qué diferencias se consideran «normales» y cuáles no, para mediante ese mecanismo significar una alteridad sociocultural (supuestamente otra «etnia», en el asunto que nos ocupa). Ahora bien, se puede argüir que, si todas las diferencias socioculturales se integraran como parte de la normalidad reconocida, se desdibujarían las presuntas etnias, al no considerarse «significativas» tales diferencias. Considerarlas, en cambio, significa discernir para discriminar, para estratificar en el endogrupo, para excluir o hegemonizar al exogrupo, todo en función de una «norma» configurada por los marcadores de la mismidad étnica. Igualmente cabe añadir que utilizar el enfoque diferencialista para reivindicar la liberación de los oprimidos tampoco basta para canonizar el pretendido concepto de etnia: Tal reivindicación sólo tiene sentido hacerla en nombre de la igualdad de todos y no en nombre del privilegio de un sector.
4. La teoría subjetivista
La existencia de una etnia pende, en este enfoque, de la subjetividad social de sus miembros y de la de sus vecinos. Cuando no puede demostrarse la hipótesis de los criterios objetivos de etnicidad, aún queda invocar otra que recurre a criterios subjetivos, a las creencias conscientes o inconscientes de la gente, que se siente distinta o mira a otros como extraños, sin que se oponga el menor reparo al hecho de hacer pasar un irracionalismo como causa explicativa. La arbitrariedad en la selección de los factores objetivos diferenciales delata ya un subjetivismo inequívoco, y parece que no hay modo de escapar a ella, salvo que se haga el censo de la totalidad de los rasgos culturales en cada sociedad y se establezca su cartografía común y su diversidad estadística concreta: para lo que necesitamos una cultúrica de las poblaciones. Tal vez por su ausencia, los etnólogos de la etnicidad han propendido a definirla en términos subjetivos, es decir, de conciencia y sentimiento de las gentes:
El término grupo étnico hace referencia al conjunto de individuos que comparten una cultura, algunos de cuyos rasgos son utilizados como signos diacríticos de pertenencia y adscripción, y cuyos miembros se sienten unidos mediante una consciencia de singularidad históricamente generada (Zamora 1993: 347).
Del más conspicuo a los más modestos epígonos alardean de haber dado con el secreto de la etnicidad: su quintaesencia radica en la «conciencia de pertenencia» a una comunidad étnica singular, o bien en el «sentimiento de pertenencia» y adscripción, con lo que las raíces se hunden en lo inconsciente. Como el sentimiento no puede ser totalmente ciego, puesto que al menos hay que tener idea de que se está afectado por un sentir y alguna idea de a qué singularidad se pertenece, esta segunda definición no es más que una versión poco ilustrada de la primera, o quizá tan sólo su eco emocional. No es admisible esa superstición que ve el sentimiento como si fuera un dato originario, genuino y primordial; al contrario, es siempre algo derivado de la endoculturación y el aprendizaje.
La identidad étnica, dicen, estriba en la «conciencia de identidad». Además nos aclaran que no hay que confundir el grupo étnico con la comunidad que habita un territorio, sino que se reduce a los que participan de la susodicha conciencia: la etnia se parece entonces más bien a una comunidad de creyentes, pues se instaura por el acto mismo de creerse diferentes, aunque pudiera ocurrir que eso carezca de otro fundamento que no sea la propia creencia. Así, queda cerrado el círculo: la base de la etnia es la comunidad que está conformada por la creencia en la etnia. (¡Desarrollemos la conciencia y el sentimiento de pertenencia a la especie humana, y seremos todos una sola etnia!)
Lo que se llama «etnia» es una cosa «históricamente generada» -en esto concuerdo-; no es sino una construcción histórica. Pero al caracterizarla étnicamente, en lugar de aplicar el concepto de cultura (relacionado con la diversidad cultural, la evolución cultural y el patrón cultural universal), se incurre en los riesgos de la tipificación y el particularismo.
Por otro lado, el discurso identitario no suele interesarse por los análisis de la realidad social fáctica, sino que maneja tópicos y símbolos y breviarios de acontecimientos pretendidamente históricos, que no pasan de ser historietas para uso de los que ya están identificados con la causa. Al final, si la identidad étnica la conforman sólo las diferencias que los actores sociales consideran significativas en su conciencia subjetiva, lo más probable será que la llamada etnicidad no pase de ser ideología en la peor acepción, es decir, falsa percepción de la realidad, falseamiento de la complejidad cultural objetiva. Emerge como subjetividad esquizoide, modelo cartesiano, obcecada en consistir en una conciencia autofundante, vuelta de espaldas a los contenidos concretos del sistema antroposocial.
En Sarajevo, antes de la guerra de Bosnia, no había diferencias culturales significativas ni conciencia de tal cosa entre serbios, croatas y bosniacos, hasta que la manipulación política intervino y se vieron forzados a cobrar «conciencia» de lo que eran, o escogían ser, a fin de inscribirse en el censo que subordinaba la ciudadanía a la etnicidad; y de ahí se generó históricamente… un genocidio.
Así pues, la conciencia identitaria se confunde fácilmente con una conciencia falsa: representación ideológica, mítica, patológica. A diferencia del concepto de clase social, que postula fundamentos económicos y políticos, el de etnia se refugia en la conciencia de autoadscripción o heteroadscripción, que no raramente puede ser desmentida como falsa conciencia, con sólo desvelar las realidades socioculturales que hay debajo. De ahí que los estudios sobre etnicidad/identidad, si no se insertan en el marco teórico adecuado, vengan en socorro de la consolidación de esa falsa conciencia, y acaben estando más al servicio de una ideología que del conocimiento crítico.
Un sinónimo de la conciencia de identidad lo constituye la «memoria», que es lo que queda después de hacer balance de los olvidos. Habría que debatir la índole de esa memoria y la entidad de su sujeto. Toda memoria de por sí es reproducible y transmisible sin restricción, en cuanto culturalmente codificada. Pero, al presentarla como «memoria histórica de un pueblo», se escamotea que al mismo tiempo sea o pueda ser memoria de la humanidad y que no hay objeciones cromosómicas ni cerebrales para que cualquier humano se apropie de esa memoria como algo suyo. Parte de la memoria de cualquiera puede ser, por ejemplo, el alfabeto fenicio, los números arábigos, las técnicas civilizatorias de mil culturas, el yoga hindú, la Biblia hebrea, el Popol Vuh maya, la música de Mozart, los alimentos y condimentos domesticados en África, Asia o América, los horrores de la Inquisición, del holocausto nazi, de Hiroshima, del Gulag, la monstruosidad de la fisión atómica, la belleza de todas las artes, las variedades del gusto culinario, los avances de la ciencia, el cine norteamericano, Internet, etcétera. La memoria de los antepasados no es la de los antepasados imaginarios de «mi pueblo», sino de hecho la de los antepasados de todos. Qué miopía defender que la «memoria» nos vincula con «nuestros abuelos» y con «nuestros nietos», como si las herencias culturales no pasaran de unos individuos a otros sin que haya parentesco entre ellos. No existe ningún lazo biogenético del que dependa necesariamente esa memoria. El sujeto «pueblo» es un concepto que aparece tan endeble como el de etnia. Las poblaciones no presentan una continuidad cerrada en su herencia biológica y mucho menos en la transmisión cultural.
La distribución espacial o poblacional de los rasgos culturales, en un tiempo dado, sólo presenta frecuencias estadísticas variables, en parte adaptativas, en parte casuales, siempre contingentes, en sistemas abiertos a un flujo constante.
Una conciencia de pertenencia crítica lo será necesariamente de las múltiples pertenencias reales, que deben ser reconocidas, incluyendo numerosas pertenencias optativas, que pueden ser, o no, asumidas. Tanto los logros como las atrocidades producidas en cualquier población humana pueden llegar a configurar nuestra memoria. Lo que ocurre es que la apropiación cultural particular está restringida por los filtros de la enculturación, la política, el mercado, etc. Pero de ahí no se deduce que debamos obstaculizarla aún más sacralizando el fantasma étnico, el espíritu del pueblo, y encima como si fuera una conclusión científica.
(*) Pedro Gómez García. Catedrático de Filosofía. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada. 18071 Granada (pgomez AT ugr.es).
Conozca las obras consultadas para este ensayo en Las ilusiones de la "identidad" (Parte III de III)).
Vea el documento completo <<Las ilusiones de la "identidad">>.
Del mismo autor:
– Las razas: Una ilusión deletérea.
– La etnia como seudoconcepto y la raza como seudoidentidad biológica (Las ilusiones de la "identidad" (Parte I de III)).
– Los componentes incoherentes de la etnia/etnicidad (Las ilusiones de la "identidad" (Parte III de III)).
Más información sobre este tema en "Raza, concepto en desuso".
Fuente: Pedro Gómez García – Universidad de Granada / ugr.es (*)