Pseudociencia y arrogancia
Vivimos en tiempos de magia y hechicería en los que mucha gente cree que el universo, de una u otra forma, tiene voluntad y querencia y atiende a las necesidades y los ruegos de los humanos. Abundan las teorías mágicas sobre vibraciones, cristales, memoria del agua o la capacidad de curar cualquier enfermedad mediante plantas; millones de personas sinceramente creen que llevando un determinado tipo de mineral o tomando agua azucarada según un retorcido y complejo ritual mejorará su salud, su vida, o su suerte.
En un mundo en el que la tecnología lleva a cabo prodigios y la ciencia ha avanzado hasta lo inimaginable en la comprensión del cosmos, un significativo porcentaje de la población escoge rechazar estos avances y explicaciones para refugiarse en lo místico, lo desconocido y lo ignoto, prefiriendo creer que las reglas del Universo son optativas y están sujetas de alguna manera a nuestra voluntad.
Los defensores de las pseudociencias a menudo usan como explicación de sus creencias el rechazo a la arrogancia de la ciencia, la tecnología y la sociedad a la que pertenecen. En su discurso el conocimiento de la medicina, la ingeniería o la física son insuficientes para explicar por completo el cosmos, pero aun así se arrogan ser la única explicación.
En las justificaciones de la efectividad de una pseudoterapia o en la explicación de complejas conspiraciones como los chemtrails siempre hay un elemento de desconfianza y rechazo a lo que se presenta como una aplastante maquinaria tecnocientífica asociada a mecanismos sociales y políticos opresivos.
Para sus partidarios las teorías alternativas que subyacen bajo terapias ancestrales o naturales o bajo prácticas pseudomágicas como el uso de cristales, colores o Flores de Bach son teorías de la liberación: un modo de resistirse a la aplastante conformidad de la sociedad, un sustrato teórico para la oposición y la revolución contra una sociedad tiránica que rechaza al disidente y aplasta las alternativas. En su mente los defensores de la magia forman parte de la resistencia contra la opresión.
Y sin embargo cuando se analizan sus argumentos en realidad lo que subyace es justo lo contrario: una especie de retorcida sensación de superioridad moral sobre los 'pobres creyentes' que aceptan las explicaciones de la ciencia. Los antivacunas se consideran víctimas de la perversa industria farmacéutica, y no les falta razón cuando denuncian la existencia de abusos en ciertas compañías y circunstancias. Pero cuando rechazan vacunar a sus hijos porque temen efectos secundarios graves su actitud es de superioridad: yo conozco algo que tú no sabes, y por tanto estoy más capacitado que tú para tomar decisiones.
Lo mismo ocurre con los defensores de la sensibilidad química múltiple, la alergia a las ondas electromagnéticas, los chemtrails o la homeopatía: una buena parte de sus razonamientos destilan la superioridad del que desconfía de la 'versión oficial', una especie de 'cuñadismo científico' que desprecia la explicación estándar porque él mismo está por encima y sabe más.
En muchas ocasiones esta arrogancia está acompañada de una actitud francamente aprovechada que consiste en usar las ventajas de la explicación 'oficial' pero sin asumir los costes. Un ejemplo está en los antivacunas, cuyos hijos están protegidos por la inmunidad grupal proporcionada por los hijos de los demás que sí están vacunados y que según la ideología 'anti' corren por tanto con los riesgos. A menudo los tratamientos homeopáticos que acompañan a una terapia 'convencional' son los únicos que sus defensores recuerdan cuando se produce una curación, que achacan al agua azucarada olvidando convenientemente el medicamento alopático.
Los creyentes en las explicaciones alternativas no son por tanto oprimidos miembros de la resistencia que luchan contra la aplastante persecución de una maquinaria implacable, sino convencidos de su propia virtud que piensan estar en un plano superior de conocimiento y consciencia. No se trata de denunciar la arrogancia ajena sino de ejercer la propia, convencidos de que su conocimiento es superior al de los demás y de que su razón está por encima de la ajena.
Buena es la crítica, el escepticismo y la desconfianza; nadie tiene por qué aceptar religiosamente explicaciones o conocimientos. Pero mucho ojo cuando esa sana desconfianza se convierte en celo proselitista y arrogante, porque nada ciega más a las personas que la fe en su propia superioridad: una trampa en la que resulta demasiado fácil caer.
(*) Sobre el autor: José Cervera (@Retiario) es periodista especializado en ciencia y tecnología y da clases de periodismo digital.
Imagen de cabecera: Cuaderno de Cultura Científica.
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Fuente: José Cervera (*) – culturacientifica.com