Ciencias sociales y humanísticas

Las ilusiones de la «identidad» (Parte III de III)

El fariseo oraba así: «Oh Dios, te doy gracias porque no soy como el resto de los hombres». Evangelio de Lucas 18,10

Los componentes incoherentes de la etnia/etnicidad

Imagen: unc.eduMi tesis sostiene que no existe ningún concepto de etnia válidamente generalizable, o sea, que resulte aplicable en todos los casos donde empíricamente se afirma que existe una, sea por parte de los etnólogos, de los políticos o de los propios miembros de tal presunta entidad. Y aquí de lo que se trata no es de constatar el profuso uso y abuso de esa idea, sino de analizar si a su contenido le corresponde algo consistente.

Si nos atenemos a la hipótesis de los criterios de etnicidad objetivos, éstos deben remitir a diferencias que estriban en «componentes» socioculturales, cuya presencia debería determinar concluyentemente la existencia de las condiciones que hacen de una población humana una «etnia».

Ronald J. L. Breton apunta dos definiciones de los componentes constitutivos de la etnia, en su libro Las etnias.
Primera: En sentido estricto, la palabra etnia puede designar a un grupo de individuos pertenecientes a la misma lengua materna (Breton 1983: 11).
Y segunda: En un sentido amplio, la etnia se define como un grupo de individuos unidos por un complejo de caracteres comunes -antropológicos, lingüísticos, político-históricos, etc.- cuya asociación constituye un sistema propio, una estructura esencialmente cultural: una cultura. (…) una comunidad unida por una cultura particular (Breton 1983: 12).

De forma un tanto paradójica, la obra de Breton lleva a la explícita consecuencia de que todo intento de enfoque científico riguroso del concepto de etnia está destinado al fracaso. A contrapelo del propósito de su obra, deja hechas todas las demostraciones, con suficientes referencias etnográficas e históricas concretas. Su afirmación de que la «etnia» no tiene una definición estricta parece abogar por una definición relativista o difusa, pero capaz de seguir dando juego. No obstante, sus pruebas avalan más bien el abandono por ser un instrumento inservible. La definición estricta en función de la lengua tiene tantas excepciones que no es concluyente.

El criterio llamado amplio tiene en cuenta, junto con la lengua, otros rasgos compartidos, como la ascendencia común, el sistema de parentesco, la religión, las costumbres, el derecho; en suma «una cultura particular». ¿Cuáles deben estar presentes indefectiblemente para que debamos considerar que allí se da una etnia? Al contrastar los hechos etnológicos, sociológicos e históricos, no cabe combinatoria, ni máxima ni mínima, que nos despeje la incógnita de donde hay una etnia perfectamente deslindable. Breton muestra cómo cualquiera de los criterios usados (lengua, religión, parentesco, costumbres, derecho) e incluso todos ellos pueden estar ausentes allí donde se presuponía la existencia de una «etnia». Por tanto, ni la presencia ni la ausencia de esos criterios es decisiva, ni en la teoría ni en la práctica. Si el criterio más estricto no resuelve nada, el más amplio resulta aún más problemático e inaplicable. Es más que elocuente la declaración vergonzante de que hay que examinar «cada grupo étnico» para «establecer cuáles son los criterios de identificación más válidos en cada caso» (Breton 1983: 13). Esto es reconocer que no existen criterios generales válidos para definir una etnia. A lo cual hay que añadir el hecho de que las delimitaciones étnicas trazadas por los expertos científicos, por los ideólogos políticos y por la voluntad popular son incoherentes entre sí en muchos casos (Breton 1983: 109).

Continuemos examinando un poco más algunos de los principales componentes objetivos de la etnia: la lengua, el parentesco y la religión.

La lengua materna o vernácula, presentada como el criterio más firme, no concuerda en la mayoría de los casos con las clasificaciones étnicas (pese a que con frecuencia se ha recurrido a la lengua para identificar la «etnia»). Es verdad que se da una correlación, en líneas generales, entre la filogénesis de las lenguas y la expansión de las poblaciones humanas, pero «la correlación entre lenguas y genes no es perfecta, porque las conquistas rápidas de las grandes regiones pueden ocasionar que unas lenguas sean reemplazadas por otras no emparentadas con ellas» (Cavalli-Sforza 1996: 167). De ser consecuentes con este criterio, en no pocas situaciones se llegaría a lo absurdo: Según el «marcador» lingüístico, sólo son irlandeses el 2% de los habitantes de la isla, que hablan el gaélico irlandés; sólo son de la «etnia vasca» el 7% que tienen el vascuence como lengua materna; no son de la «etnia catalana» la mitad de la población catalana, mientras que sí lo serían los valencianos y baleares que hablan dialectos de la lengua catalana; y son de «etnia francesa» todos los francófonos, y de «etnia española» todos los hispanohablantes vernáculos del mundo; etcétera. A la inversa, «etnias» violentamente enfrentadas resulta que hablan la misma lengua materna: serbios, croatas y bosnios, también hutus y tutsis, etc. En la humanidad se hablan entre 6.000 y 9.000 lenguas: ¿Serán otras tantas «etnias»? ¿Serán el fundamento para otras tantas «naciones»? ¿Postularemos su derecho a formar nueve mil estados soberanos?

Por otro lado, una lengua que ya casi nadie habla ni es socialmente funcional se transporta entonces como los seudogenes (genes inactivos e innecesarios). Acaso, pervirtiendo el sentido de lo que es una lengua, un instrumento para comunicarse, la lengua étnica se resucita para incomunicarse de los demás, para aislarse en una comunidad aparte en el seno de la propia sociedad, donde ya se compartía una lengua común con todos los demás.

La cultura es translingüística. Y las lenguas, traducibles.

El parentesco, la ascendencia común de una población, se suele aducir como fundamento natural de una etnia. De alguna manera, las tribus son las únicas etnias verdaderas, al fundar su organización en el modelo de las relaciones de parentesco. Pero éste es algo de índole más cultural que natural, algo más que herencia genética compartida (dado que incluye, además de la consanguinidad, los lazos de alianza, afinidad, etc.). Ni siquiera ahí cabe el cierre de un grupo reproductivo, pues el sistema de parentesco incluye necesariamente una ley de exogamia, como puerta abierta y mecanismo de intercambio con los que no son parientes genéticos próximos. (La prohibición de los matrimonios mixtos nunca logró ser permanente ni absoluta y, con respecto a la evolución de la especie, resulta finalmente algo episódico.)

La pretensión de basarse en las relaciones de parentesco sólo tendría sentido en una sociedad tribal organizada sobre la base de clanes y familias, y no en una sociedad donde las genealogías ya se han mixturado durante siglos, donde al antepasado común no puede ser más que mítico. Porque, ¿hasta dónde llegan los antepasados? ¿Cuándo se extingue el parentesco? Si somos coherentes en busca del real antepasado humano común, deberíamos retroceder en el tiempo hasta la Eva mitocondrial, común a toda la especie. Tan pronto se invoca la comunidad de «sangre» (con un sentido larvado de «ganadería»), reaparece el racismo. No hay un genotipo homogéneo en ninguna población. Y si probamos con los «antepasados culturales» no tendremos mejor suerte.

En casi todas las culturas, la genealogía ha gozado de una importancia capital para dispares fines, generalmente como fuente de privilegios o derechos. El patronímico, el nombre y los apellidos se utilizan para formar sistemas genealógicos. Los fundadores de patrias étnicas acuden frecuentemente al escrutinio de los apellidos para deslindar a los verdaderos integrantes del «pueblo». Lo sobreentendido está en que el apellido va vinculado a la «sangre», a la raza; en términos más modernos, se supone que nombra un genotipo transmitido a lo largo de los siglos. ¿Cierto? Muy improbable, tanto más cuanto más tiempo haya pasado. Lo que signifique un apellido puede engañar en proporción geométrica. En el sistema común en España, el recién nacido recibe, además de un nombre arbitrario, dos apellidos: como primero el primer apellido del padre, y como segundo el primer apellido de la madre. Éste, por tanto, se perderá a la siguiente generación.

Acaece, pues, un decreciente significado de los apellidos en lo que respecta a su relación con la herencia genética (mitad de cada uno de los padres, un cuarto de cada uno de los abuelos, etc.). Los apellidos de los progenitores se eliminan el 50% en cada generación. De manera que (prescindiendo ahora de posibles reiteraciones del mismo apellido) un individuo cualquiera ostenta 2 apellidos de los 4 que suman los de sus padres, de los 8 de sus abuelos, de los 16 de sus bisabuelos, de los 32 de sus tatarabuelos; y así sucesivamente. Esto lleva a concluir que, respecto a diez generaciones antes, los apellidos del individuo de referencia representan tan sólo 2 de entre 2.048 de los antepasados de la generación décima anterior, de los que sin embargo es genéticamente heredero en igual proporción. De modo que sistemáticamente se han eliminado 1.024 apellidos femeninos y 1.022 apellidos masculinos, y momentáneamente se conservan sólo dos: el del abuelo padre del padre y el del abuelo padre de la madre. Estos apellidos pueden ser tan escasamente representativos de la herencia biológica y de la cultural que apenas sean una etiqueta. Su origen quizá no sea tan antiguo en el tiempo histórico, y su relación con unas determinadas características biofísicas ancestrales puede ser tan fortuita que llegue a ser inexistente. Esta vía, en vez de consolidar los prejuicios étnicos, aporta más bien la demostración de un mecanismo mediante el cual se disuelve toda supuesta etnia.

Una persona con dos apellidos «indígenas» y otra sin ninguno puede tener el mismo número de antepasados nativos… basta con que los abuelos de la primera se casaran con forasteras, y las abuelas de la segunda contrajeran matrimonio con forasteros.

La tradición religiosa se señala como otro de los grandes marcadores de identidad étnica. Las historias de las guerras de religión parecerían avalar en parte la tesis etnista, pero, lejos de eso, por otra parte las desmiente fehacientemente, poniendo de manifiesto alianzas entre religiones distintas y contiendas en el seno de la misma confesión. La nación alemana abarca luteranos y católicos. Ser anglicano o católico no obsta para ser inglés. En Irlanda del Norte, el conflicto nacionalista levanta banderas de catolicismo frente a protestantismo. En las provincias vascas, como en las del resto de España, pastorea la misma jerarquía católica, y no hay diferencias apreciables en lo religioso entre nacionalistas y no nacionalistas.

Si las grandes religiones delimitaran las fronteras entre «etnias», éstas se reducirían a unas pocas. Surgida para aunar a las poblaciones, la religión tanto sirve como factor de integración o factor de división. Ni más ni menos que otras diferencias «significativas», desde la ideología al deporte, pasando por el color de la piel, es susceptible de utilizarse para azuzar el fanatismo. Todo depende de la manipulación política.

Por lo demás, no existe correlación entre la religión y la lengua, menos aún de la que hay entre la lengua y los genes de la población. Y es que falla por su base cualquier componente objetivo para demarcar la etnicidad.

Es posible seguir repasando otros componentes de mayor o menor escala, sin que quepa acotar un orden de indicadores específicamente étnico. Lo que identifica a un grupo no puede ser sino la totalidad de sus caracteres socioculturales, o por lo menos aquellos que constituyen el núcleo duro de su estructura antroposocial, que permiten la supervivencia, la adaptación al ecosistema y el modo de vida. Por el contrario, para más absurdo, acostumbran a esgrimirse como «identitarios» unos caracteres que se han vuelto selectivamente neutros, es decir, carentes de valor adaptativo, circunscritos al ámbito de lo pintoresco, lo ideológico, lo puramente simbólico, imaginario o emblemático.

No faltan quienes han intentado efectuar una combinación de caracteres objetivos y subjetivos, que aportaría una teoría más compleja acerca de lo constitutivo de una etnia; pero siempre que terminemos en una configuración privativa de la etnia o etnicidad como tipo, resultará reificada, una tipología teóricamente falsa. De forma análoga a como Darwin impide dar la razón a Linneo en interpretar la clasificación de las especies como tipos fijos. Significa recaer, pese al análisis del proceso histórico, en una visión en el fondo esencialista.

El espejismo étnico

Los «marcadores de etnicidad», las «señas de identidad», sólo abarcan un puñado de diferencias reales o imaginarias, que tal vez no sean siempre falsas, pero cuya parcialidad es patente con respecto al conjunto sociohistórico, del que se limitan a extraer e interpretar sólo unos cuantos rasgos. Suponen la mayoría de las veces una elección arbitraria de rasgos mínimos, útiles para un cierto contraste con otros: apenas un envoltorio o etiqueta con respecto al sistema total de los caracteres constitutivos. Aquí la parte no representa al todo, sino que lo enmascara. Al señalarse unos componentes fragmentarios y variables, no se entiende en qué reside lo étnico. Podría no tratarse más que de una clase social, un grupo lingüístico, una confesión religiosa, y a las diferencias en tales planos puede subyacer un mismo sistema económico y político y tal vez de parentesco, con una combinatoria inestable entre lo compartido y lo no compartido. Entonces, hablar de etnia parece superfluo y tipificarla es erróneo, puesto que su contenido se disuelve en grupos sociales o en caracteres culturales cuyas «identidades» se intersectan, coinciden parcialmente, se superponen, se trasvasan.

La presunta «categoría étnica» (los rasgos comunes que forman su «representación colectiva», con un trasfondo histórico) puede reflejar sólo una ilusión, o bien recubrir sin más otras categorías distintas: por ejemplo, una categoría de casta (en India), o de clase social (los campesinos pobres), o de confesión religiosa (los judíos ortodoxos).

Y es que las señas de identidad las imponen las clases dominantes como un recurso al arcaísmo; hoy cada vez más se compran y se venden en el mercado; a veces, hasta circulan libremente al albur del narcisismo ingenuo de la gente.

Si, de hecho, se identifican «etnias» acá y allá, por unos o por otros, lo cierto es que no es posible encontrar un común denominador conceptual en todos los casos. En efecto, las encontramos con lengua y sin lengua propia, con y sin instituciones semejantes, con religión distinta o con la misma, con conciencia diferenciadora y sin ella. El término «etnia» resulta una palabra comodín, cómoda para clasificar a algún grupo, a veces con cierta verosimilitud, pero siempre manipulando las diferencias socioculturales. Todo lo que se ha incluido en la definición de «etnicidad» se resuelve en características heteróclitas, que deben ser explicadas cada una en su orden de hechos particulares (lengua, religión, parentesco, indumentaria, etc.). Pues ninguna combinación de tales factores concurre como criterio diferenciador coherente en todos los casos donde se presume que hay una etnia. A la idea «etnia» no le queda ningún significado riguroso, cuando ningún rasgo o conjunto de rasgos, sean biogenéticos o socioculturales, es capaz de aportar, como regla general, una información concluyente acerca del grupo étnico al que pertenece un individuo humano. Pues lo que cabe decir estadísticamente de la población no es válido para cada uno de los individuos que la componen.

No quedan en pie más que diferencias culturales, cuya articulación sistémica en varios niveles y cuya evolución en el tiempo es preciso estudiar. La significación política actual nunca puede desprender su legitimidad concluyentemente de un pasado «étnico», hace siglos disuelto o teóricamente cuestionable. Otra cosa es construir un mito: habrá que criticar su función social y política. No hay ningún sustrato biológico ni cultural que legítimamente justifique la discriminación negativa entre los pobladores de un territorio. Pues todos poseen el mismo genoma humano y la diversidad de formas culturales pueden en teoría ser optativas para cada individuo (y por tanto no hay razón por la que no deban serlo, por mucho que se tropiece con límites de facto).

Las diferencias culturales están ahí siempre, y evolucionan. El problema está en el modo de considerarlas: en el hecho de interpretarlas, o no, como señas de identidad atribuyéndoles una naturaleza étnica o, por el contrario, reconocerlas como parte de la variabilidad normal interna a la misma sociedad. La «etnia», como la «raza», sólo cobran existencia social cuando son utilizadas para la discriminación política.

Es irónico cómo gran parte de los rasgos que se tienen como «propios» proceden en realidad de otra parte, a despecho de la originalidad autóctona, inmemorial, singular y exclusiva pregonada por los etnistas. ¿Qué sería de la tortilla «española» y la ensaladilla «rusa» sin la patata traída del Nuevo Mundo? ¿Y del gazpacho «andaluz» sin el tomate del mismo origen? Basta leer en la etiqueta la procedencia de los productos que adquirimos a diario en cualquier hipermercado. Pero lo mismo vale para las palabras que pronunciamos, las creencias que profesamos, hasta las emociones más íntimas, todas han hecho largos e intrincados recorridos antes de llegar a ser tan espontáneamente «nuestras». Un andaluz quizá ame especialmente el cine español, pensando que es el «suyo», pero eso en nada le impide que le encante el cine norteamericano y que, de hecho, pase la vida viendo incomparablemente más películas de éste último, en la construcción concreta de su «identidad» fáctica. No cabe negar que la «identidad andaluza» procede de África, de Grecia y Roma, de Europa Central, de Oriente medio y Asia, de Centroamérica y Suramérica, y de Estados Unidos.

Lo propio, antes que como «mío» (exclusivo de no se sabe qué polémico «espíritu del pueblo»), vale como obra del espíritu humano, que se realiza en la diversidad, en un diálogo sin fronteras con sus propias creaciones y con la naturaleza.

Miríadas de componentes conforman un precipitado que el sistema social digiere, al tiempo que él mismo no queda intacto sino se transforma, y cada época extrae de ahí sus tópicos y estereotipos, que algún día llegarán a desvanecerse, a veces tras una última reviviscencia en el folclore.

Ningún lugar en las ciencias le incumbe ya a la monserga de la etnicidad, más allá de la ficción folclórica, a la que, no obstante, debemos concederle todo el valor que tiene, pero sabiendo lo que es. Dado que el fragor de las masacres en nombre de la raza, la etnia y la nación aún resonará, lamentablemente, en el campo de las guerras y los negocios, durante demasiado tiempo, al menos intelectualmente desenmascaremos su falta de fundamento. Restrinjamos los epónimos y gentilicios sólo a la designación de los habitantes de tal o cual territorio, a fin de desterrar las identidades ideológicas al plano al que pertenecen. El destino ideal de los enfrentamientos étnicos sería reconvertirse en algo así como las representaciones de moros y cristianos que se dramatizan en numerosos pueblos de Andalucía: en ellas, elevada a la escena, la memoria del odio está puesta al servicio de la catarsis y la fiesta.

En definitiva no se encuentran componentes socioculturales capaces de especificar lo que se presume como «etnia», ni existe ningún principio étnico que integre una sociedad. Entre la estructura del parentesco y la estructura política que desarrollan las jefaturas y estados, no hay ningún principio de organización social intermedio, de índole étnica. Cuando se recurre al principio de parentesco, se trata de la política de una sociedad tribal. Si se va más allá del parentesco, se está haciendo una política finalmente propia del estado, en algún nivel. Reclamar, en este último contexto, una identidad étnica como base para la organización política conlleva la negación del principio político de ciudadanía por igual para todos los habitantes del territorio.

De la lectura de Fredrik Barth (1969) habría que extraer lecciones opuestas a las que él trata de enseñar: La maleabilidad de las «fronteras étnicas» y su relatividad circunstancial más bien refrendan la sospecha de que la explicación radica en otra cosa que las manipula, o refuerza, o suprime. No me parece un logro sino un grave desacierto haber desvinculado la investigación étnica de la investigación cultural.

La diversidad sociocultural es obvia. Pero etnificarla, o sea, describirla en términos de identidades étnicas, máxime en sociedades complejas y pluralistas, constituye una concesión a los prejuicios de la opinión vulgar (salvo que se trate de analizar éstos como ideología). En cambio, sostengo que, al investigar el concepto de «etnia» mediante el estudio de las diferencias socioculturales, se llega a la conclusión de que no existen etnias, de la misma manera que no existen razas.

La dinámica del espíritu tribal o «étnico», en la ciudad y en el estado, no puede empujar más que a la guerra incivil, porque su autoafirmación radical, sectorial/sectaria, obstruye la consolidación del nivel superior de integración política de la pluralidad social. La política del estado, por su génesis histórica y por su propio concepto, es supratribal, supone una discontinuidad constitutiva respecto a toda «etnia». Desde la emergencia de la civilización, las tribus se han disgregado y, por consiguiente, toda etnicidad resulta mendaz. Y toda identidad étnica, una ilusión.

(*) Pedro Gómez García. Catedrático de Filosofía. Departamento de Filosofía. Universidad de Granada. 18071 Granada. [email protected]

Obras consultadas

– Aguirre Baztán, Ángel (coord.) 1993 Diccionario temático de antropología. Barcelona, Boixareu (2ª).
– Akoun, André / 1974 L'anthropologie. París, Marabout.
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– Barth, Fredrik (coord.) / 1969 Los grupos étnicos y sus fronteras. La organización social de las diferencias culturales. México, FCE, 1976.
– Beriain, Josetxo (y Patxi Lanceros) (coord.) / 1996 Identidades culturales. Bilbao, Universidad de Deusto, 1996.
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– Breton, Ronald J. L. 1983 / Las etnias. Barcelona, Oikos-Tau.
– Cavalli-Sforza, Luigi Luca 1996 / Genes, pueblos y lenguas. Barcelona, Crítica 1997.
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Del mismo autor:
Las razas: Una ilusión deletérea.
– La etnia como seudoconcepto y la raza como seudoidentidad biológica (Las ilusiones de la "identidad" (Parte I de III)).
– La etnia como seudoidentidad (bio)cultural (Las ilusiones de la "identidad" (Parte II de III)).

Más información sobre este tema en "Raza, concepto en desuso".

Fuente: Pedro Gómez García – Universidad de Granada / ugr.es (*)

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