Banda ancha en Latinoamérica: ¿falacia o cuento de hadas?
La evidencia es contundente: el indicador Banda Ancha Fija diseñado por la CEPAL, evidencia que el único país de la región con penetración de verdadera banda ancha es Uruguay, aunque solo llega a 25% de hogares.
Los gobiernos latinoamericanos se están acostumbrando a presentar, ya sea en proyectos TIC, planes de campañas, políticas de gobierno o como resultados de inversiones, las maravillas de la banda ancha como la gran solución a los problemas de comunicaciones de la población.
Con frecuencia observamos que nuestros gobiernos, a través de sus oficinas de planeación, proponen como solución a los problemas educativos, de atención en salud, emergencias y gobernabilidad, brindarle a la población acceso a internet mediante redes de banda ancha y puntos de acceso, especialmente en los lugares más recónditos de las diferentes geografías de nuestra región.
Esto suena muy bien, y funciona perfectamente en campañas electorales y ruedas de prensa, pero la realidad dista mucho de la ficción discursiva de nuestros políticos. La evidencia es contundente: el indicador BAF (Banda Ancha Fija) diseñado por el observatorio de banda ancha de la CEPAL, evidencia que la economía de la región con mayor penetración de una verdadera banda ancha es Uruguay, con 25% de hogares cubiertos (es decir que, en el mejor escenario regional, solo un cuarto de los hogares tiene una banda ancha real).
Lejos de este dato están Chile y Argentina, con 17% de hogares en 2017. En un escenario mucho más preocupante se encuentran México, Colombia y Brasil con un aproximado de 12%. En los demás países las cifras no superan el dígito. Y, como ocurre siempre en nuestra región, estos datos responden casi completamente a indicadores de las zonas urbanas más densamente pobladas.
¿Cuál es la verdad sobre el estado de la Banda Ancha en Latinoamérica?
La dependencia de la región por los CDN (Content Delivery Networks) hace que la banda sea más nominal que real y dependa principalmente de proveedores privados, la mayoría de ellos multinacionales de origen estadounidense, que con el poder de su propia infraestructura son los que ponen las reglas de juego y tarifas. Al no existir soberanía en la infraestructura regional, las velocidades de acceso están muy por debajo de las de Europa y Norteamérica, con las subsecuentes limitaciones en la capacidad instalada y de distribución, que no permiten la consolidación de una verdadera banda ancha con los mínimos estándares exigidos por las autoridades europeas, canadienses, australianas o estadounidenses.
Solo Chile, Brasil y Uruguay han apostado por tender sus propios cables submarinos de fibra óptica, estatales y soberanos, en busca de crear las condiciones suficientes para conexiones que garanticen velocidades acordes a los promedios globales de banda ancha. Brasil, mediante un convenio con España, busca disminuir la dependencia de conexión con Estados Unidos, con una red que estará lista en 2019 y que promete duplicar las actuales velocidades de acceso en el país.
Chile, que ha liderado desde la década pasada el tema en la región, prepara un nuevo cable submarino en alianza con China, que se estima tendrá 24 mil kilómetros, pasando por Australia y Nueva Zelanda. Uruguay concretó su propia red de fibra óptica mediante un acuerdo con Google, que le permitirá garantizar la soberanía de su conectividad y obtener una de las mayores velocidades de acceso por persona y por hogar en toda la región.
Mientras estas iniciativas se concretan, los indicadores actuales (incluso los oficiales, que en muchos casos tienden a maquillar la realidad) son desalentadores. En primer lugar, existe una gran diferencia entre la banda ancha móvil (BAM) y la fija (BAF). En móvil, la delantera la llevan Costa Rica (95%), Brasil, 89%; Uruguay el 79%, Argentina el 69% y Chile 58%. De ahí hacia abajo están los demás países. Y no podemos ignorar que tres naciones, Haití, Nicaragua y Guyana, tienen menos del 10% de su población cubierta por banda ancha móvil.
Es alarmante, como mencionamos en un artículo del año pasado, que la estrecha banda ancha de Latinoamérica (promedio en la región) sea de 4,7 Mbps. Chile es el país con mayor velocidad (7,3 Mbps) y Venezuela el de menor (1,9 Mbps). Ver artículo: ¿Por qué es tan estrecha la banda ancha en América Latina?
También indica la CEPAL que "ningún país de la región tiene al menos 5% de sus conexiones con velocidades mayores de 15Mbps mientras que, en los países avanzados, el porcentaje de conexiones de esta velocidad es cercano al 50%".
Todos esos datos, que ya habíamos tratado en el anteriormente en este espacio de Andinalink refiriéndonos a otros temas, nos muestran dos realidades que contrarían las intenciones y discursos de la mayoría de los gobiernos. Primero, en la región no hay una cobertura de banda ancha fija ni siquiera aproximada a la que se necesitaría para un verdadero proyecto democrático basado en TIC. Segundo, estos servicios están altamente concentrados en las ciudades, lo que deja a las zonas rurales y pequeñas poblaciones en la retaguardia.
La misma CEPAL indica que el único país en el que la brecha de acceso a Internet entre las zonas rurales y las urbanas ha disminuido es Uruguay; en los demás ha crecido.
¿Cómo garantizar entonces la inclusión de los más necesitados cuando la estructura misma del servicio está altamente concentrada?
Algunos gobiernos, como el de Colombia con el plan Vive Digital del gobierno de Juan Manuel Santos, han tratado de solucionar este dilema desde lo técnico y las redes. La estrategia del anterior ministro de TIC, Diego Molano, estableció en dicho país un ambicioso plan de cobertura de banda ancha vía fibra óptica (BAF), que debía llegar a 1.000 de los 1.122 municipios.
Sin embargo, la realidad colombiana muestra que solo alrededor de 300 municipios cuentan con la red capilarizada y servicios de última milla y en la gran mayoría de ellos la población depende de los puntos "Vive Digital", lugares comunitarios conectados en los que los pobladores pueden acercarse a realizar sus consultas y transacciones, con una calidad del servicio (QOS), muy variable e inestable. No obstante, es necesario reconocer que actualmente el Ministerio de TIC trabaja arduamente para lograr que esta infraestructura sea mucho más operativa y funcional en favor de la población.
También en Colombia, según cifras oficiales, existen 700 municipios que cuentan con Internet BAM, es decir, que depende de la red 4G, de iniciativa privada, ofrecida en su gran mayoría por un operador que ha sido declarado en posición dominante y que presenta congestiones alarmantes de tráfico en su capacidad instalada. Esto se suma a las limitaciones propias del estándar LTE, que hemos tratado ampliamente en este espacio.
En Argentina, Perú, Ecuador, Bolivia y Paraguay la situación del indicador BAM es muy similar al panorama antes mencionado de Colombia.
Pero este desalentador escenario se refiere solamente a los enfoques técnicos, fundamentales, pero no primordiales al momento de evaluar el impacto de la conectividad.
Sabemos, y lo hemos repetido en este espacio, que tender redes y enviar datos sin generar las soluciones culturales y educativas necesarias solo aumenta las brechas sociales y genera desperdicio de recursos. Y es eso lo que está ocurriendo en la región: miles de nuevos usuarios de Internet que solo la usan para ver marcadores deportivos, jugar y poner sus fotos en redes sociales.
Es este el nudo principal de las falacias triunfalistas sobre el poder la banda ancha y el Internet en general. Las promesas de la educación a distancia no pueden cumplirse sin una capacitación y apropiación digital amplia y democrática. Lo mismo experimentan los países que tratan de establecer sistemas de telesalud y servicio web de seguridad social, cuando los usuarios más desfavorecidos no logran acceder al poquísimo tiempo de Internet. Cuando lo logran, su poca o nula alfabetización digital les enfrenta a un mundo confuso y complejo que, al final, no solo los deja sin el servicio conectado, sino que además les genera aversión a dichas innovaciones.
Los gobiernos de América Latina deben continuar sus esfuerzos para una inclusión general de la población en la cultura digital, pero deben hacerlo sin demagogia ni falsas promesas, propiciando la autonomía, soberanía y, sobre todo, garantizando una apropiación real, responsable y efectiva.
Primero, hay que garantizar la soberanía informativa tendiendo interconexiones transoceánicas públicas y autónomas. La mejor manera de hacerlo para las economías más pequeñas es unirse y aliarse con las naciones europeas y asiáticas que han demostrado su compromiso con la cooperación para el desarrollo. Luego se debe tender redes de fibra óptica, pero garantizando desde el inicio el compromiso de operadores privados o púbicos con la última milla, para que las oportunidades de acceso en las poblaciones pequeñas sean similares a las de las ciudades.
Por último, en materia tecnológica, debe haber una sincronización real de los planes gubernamentales con la creciente capacidad del Internet móvil, para que este pueda cumplir con la cobertura en regiones de difícil acceso.
Pero por encima de todos los temas técnicos que mencionamos debe haber una estrategia educativa contundente y amplia, que permita que las poblaciones puedan obtener beneficios reales en teleducación, telesalud, telegobierno, entretenimiento y acceso real a la sociedad de la información. No solo se trata de capacitar a la población en los buenos usos de la red, sino en propiciar y garantizar la apropiación de estos. Este es el camino que permitirá que pasemos del discurso demagógico de "conectividad para todos" a un proceso real de desarrollo eficaz e incluyente, que evite que las TIC se conviertan en otro ingrediente en el cóctel de la más devastadora enfermedad de Latinoamérica: la inequidad.
(*) Gabriel E. Levy B. es asesor Consultor Experto en contenidos y telecomunicaciones Docente Universitario: UdeA – U Externado. Encuentre más del mismo autor en andinalink.com.
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Fuente: Gabriel E. Levy B. (*) – andinalink.com